jueves, 21 de julio de 2011
lunes, 11 de julio de 2011
Perhaps
jueves, 26 de mayo de 2011
Anónimo
Despertaré cerca del amanecer. Quiero levantarme antes que el sol y caminar lentamente hacia la vía del tren. Contaré cada uno de mis pasos y al llegar dejaré una moneda sobre los raíles. No tengo la suficiente fuerza para doblar una moneda por la mitad, pero sé que el tren, al pasar por encima, podrá hacerlo. Esperaré con paciencia la muerte de la moneda y tras ello desharé mis pasos de nuevo hacia el sueño.
En el camino me encontraré contigo. Una pequeña esfera azul me sonreirá desde el suelo e imaginaré el canto de una sirena ciega en mi mente, demasiado lejana.
No hay fuego en el viento. Tampoco sal.
Solo hielo.
La tormenta arrancó el tejado que aún suelo imaginar cuando cierro los ojos. El Cinco raja estómagos con su simple existencia. Cuánto me ha costado entenderlo…
Todo el silencio que he guardado se ha vuelto en mi contra. Ahora necesito el arrullo del río, el grito del acero.
Hay tanto que debería haber callado… Tanto que contarte…
Estupidez presente entre mis dedos, borra esa sonrisa. Un pez flota en el aire, y prefiero seguirle a él.
lunes, 2 de mayo de 2011
Charco sin fondo.
Gara es mi única nieta. De pequeña le gustaba que yo fuera la última en darle las buenas noches, y siempre me hacía la misma petición.
-Abuela, cuéntame la historia de cuando la tía Sara fue a buscarte al hospital.
-No es una buena historia para ir a dormir Gara, ya lo sabes –le decía yo día tras día. Ella permanecía impasible, me miraba fijamente y se acomodaba sobre la almohada.
-Cuéntamela.
-Está bien –acababa cediendo una y otra vez-. Todo comenzó con el accidente que tuvimos tu tía Sara y yo. Ella salió ilesa, pero yo perdí las dos manos, como ya sabes. Después de la amputación y de la recuperación posterior no podía volver a conducir, así que tu tía Sara vino a buscarme.
Hice una pausa antes de decidir si debía seguir o no, pero como cada noche, Gara me miraba en silencio, sin apenas pestañear. Como si no supiera lo que venía a continuación.
-Cuando entró en la habitación, Sara pisó los cristales que había en el suelo e inmediatamente buscó mi mirada desde el otro lado de la habitación. “Ya podemos irnos a casa mamá, ¿estás lista?” me dijo restando importancia a los cristales.
-Explícame lo que le dijiste tú, abuela.
-No es una buena historia para ir a dormir…
-Explícamelo.
-Le dije… -volví a parar, pero Gara continuaba expectante-. Lo que le dije fue: “He intentado beber agua y se me ha caído el vaso. No he podido sujetarlo y se me ha caído, y no puedo recoger los cristales sin manos, no tengo dedos para coger los pedazos, ni para aguantar el palo de una escoba. Los médicos me dicen que aprenderé a hacer todo de nuevo, de una forma distinta, pero no he podido ducharme sin ayuda ni una sola vez desde la operación. No puedo comer sola, ni sostener un libro. No puedo abrir la puerta. No puedo peinarme ni lavarme los dientes. No puedo apretar los botones del mando a distancia. Ni las teclas del teléfono. Ya no puedo escribir ni pintar. Ya no puedo hacer nada. No tengo manos Sara”. Entonces tu tía me ayudó a levantarme de la cama y a vestirme, y nos marchamos a casa.
-¿Echas de menos tu viejo piano, abuela?
Gara y yo nos miramos fijamente, emocionadas una vez más, y ella apoyó su diminuta manita sobre el muñón en el que acababa mi brazo derecho.
-Muchísimo.
-Buenas noches abuela.
-Buenas noches, pequeña.
miércoles, 27 de abril de 2011
Polar.
Las páginas lloran desconsoladamente y la lombriz se retuerce al sentir las frías púas clavándose en sus entrañas.
Un golpe ancestral retumba una y otra vez en lo más profundo de un estómago vacío.
Y el cielo muere.
Duerme el mundo, y no quiere despertar.
lunes, 18 de abril de 2011
miércoles, 6 de abril de 2011
Azul chocolate.
Recojo montones de ceniza con mis manos, intento aplastarlos y crear un cubo compacto con ellos aun sabiendo que solo conseguiré tiznarme la piel. Pero me gusta hacerlo. Creo que debería lavarme las manos…
Y mientras, recordaré la noche en que me salvó. Siempre había creído que mi salvador sería un pintor, músico o escritor. Quizá simplemente una buena amiga. Lo que nunca había alcanzado a imaginar era que mi salvadora sería una serpiente.
De vez en cuando nuestra piel se cae. Para ella es natural, pero a mí me produce un dolor punzante, casi espasmódico. Y no puedo gritar, solo apretar las mandíbulas y esperar a que pase… que pase pronto. Y cuando se marcha lo echo de menos, y deseo recuperar mi piel para volver a perderla de la misma forma.
Mi pequeña serpiente se ríe de mí. Se enrosca en mi cuerpo y me llama estúpida. Siempre me hace sonreír. Cuando mi piel se cae ella recoge los pedazos y los guarda en una pequeña urna, para mostrármelos cuando me olvido de ellos y obligarme a entender que era algo insignificante comparado con el dolor que me había provocado.
Yo solo puedo asentir y sonreír. Ella quiere ayudarme, pero a veces desearía tanto que pudiera sentir el cambio de piel de la misma forma que lo siento yo. Solo así podría comprenderlo, solo así podría entender que realmente duele. Quisiera haber nacido con su misma suerte y poder ignorar cada vez que una parte de mí se desprende.
Y aún así solo puedo darle las gracias por enroscarse sobre mí y permanecer así hasta que el último milímetro de mi piel ha caído, y entonces sonríe conmigo y me libera ligeramente de su presa con una suave caricia. Y, una vez más, el proceso vuelve a comenzar.
viernes, 1 de abril de 2011
Debilidad.
Abren de nuevo. Una vez, y otra. No quiero que abran más, ¿porqué no me escuchan? No quiero que vuelva a abrirse esa puerta, ni sentir más miradas sobre mí.
El negro me mata. Afuera quema el sol, arden las calles y las mujeres caminan deprisa sobre altos tacones. Aquí solo hay color negro. Quizá pinceladas de gris.
No abráis.
Todo se vuelve turbio. He vuelto a hacerlo, no debería estar haciendo esto. No así, ni ahora. Nunca fui débil.
¿Por qué no vuelve? Quiero que vuelva, le gritaría si pudiera. ¿Por qué no viene a buscarme?
Mi mano derecha sangra. También mi labio inferior. Heridas superficiales que mañana no recordaré. Quisiera poder vendar mi corazón. Mi estómago y mis pulmones.
Mis pobres pulmones llenos de humo. Saboreo el humo en mi lengua… no es el sabor que buscaba.
Odio cada nota musical. Las odio porque me han obligado a amarlas.
Odio cada tono de tu voz. Recuerdo la suya, y la odio también.
Odio cada ola del mar. Cada gota que resbala por mi espalda. Cuánto las odio y cuánto las necesito. Y no quiero que se marchen. Aún no…
Necesito cerrar todas las ventanas. Aplastar todas las hormigas. Hormigas que trabajan, construyen, sobreviven. Debí ser una hormiga.
Me hundo en un sueño que jamás soñé, un sueño que jamás fue mío. Lo robo sin escrúpulos, lo aplasto contra mi pecho y él finge pertenecerme. Es un buen momento para morir. Pero nunca tuve tanta suerte.
Náuseas. Hierro y pintura. Astillas en mis dedos. Grafito. Sal.
Frío.
Azul. Verde. Negro de nuevo.
Todas mis muñecas se rompieron. Todas. Dudo que jamás lleguen a sanar, las sometí a demasiada presión.
Una vez soñé con una goma que pudiera borrar mi cuerpo.
Y añoro el verde del olvido. El amarillo del jarabe.
Grítame que me odias, solo una vez más. Cuánto quisiera devorarte.
Recuerdo que la encontré con la cabeza enterrada en una maceta y sentí envidia. No podía escuchar nada desde allí, era libre.
Si pudiera volar cortarían mis alas.
Cortadlas y aún podré lanzarme al vacío.
Pero sigo a salvo. Nadie volverá a abrir la puerta. Ya nadie podrá encontrarme jamás.
viernes, 25 de marzo de 2011
1203RL
-Sí, es doloroso -me había dicho después del almuerzo. Frente a ella, el paciente número 18 negó rotundamente con la cabeza-. Pero obviamente, sobrevivirás.
La paciente número 8 se encogió de hombros y volvió a concentrarse en la partida de ajedrez. Me levanté dejándolos frente al tablero y crucé el pasillo que conducía a la Sala B. Si tenía que someterme a ello tarde o temprano, ¿para qué seguir alargándolo?
Nunca antes había hablado con el paciente número 18, pero de repente quería confiar en su testimonio gestual más que en el de cualquier otra persona.
La puerta de la Sala B era estrecha y estaba bastante deteriorada, pero aún así, probablemente fuera la mejor insonorizada de todo el centro. Apreté las mandíbulas y abrí la puerta. Una suave luz blanca emanaba del interior de la sala, y como si aquello me reconfortara, crucé la puerta con total confianza.
-Buenas tardes, número 9 -me saludó la voz del Doctor 12 desde el fondo de la sala-. Siéntate en la camilla azul.
Obedecí y me encontré frente a una pequeña máquina negra y plateada. En ella habían acoplado un cilindro lleno de pequeñas agujas perfectamente alineadas. En dicho cilindro había un solo código grabado: 1203RL. Me pregunté qué significaría.
El Doctor 12 cogió mi mano derecha y la apoyó sobre una plancha de helado acero, justo bajo el cilindro de agujas. Un escalofrío me recorrió la espalda, pero algo me impedía moverme de allí.
-Relájate... -me dijo en un susurro casi imperceptible, a la vez que ponía en marcha la máquina. Un sonido chirriante se adueñó de la sala entera, y volví a apretar las mandíbulas, esta vez con más fuerza.
Y entonces noté el primer pinchazo. Fuerte, pero cálido. Breve, pero intenso en su brevedad. Y sonreí a la imagen del paciente número 18 que cruzó por mi mente, justo antes de abandonarme al placer.
lunes, 27 de septiembre de 2010
El último cumpleaños de Analin Andrews.
-Otra vez no, Helbert -suplicó Analin dejando de tocar.
-Claro que sí, querida -replicó el encorvado y andrajoso anciano. Sus ojos hundidos y amoratados y su rostro surcado de arrugas no disimulaban las cicatrices que atravesaban la piel de sus mejillas-. Como cada año, mi pequeña Analin.
La mujer se levantó y se acercó a él con temor. Una lágrima se deslizó hasta su labio inferior, que casi había desaparecido tras su piel de pergamino.
-Este será mi último año de vida Helbert, ambos lo sabemos -el hombre cerró los ojos y asintió una sola vez-. No me obligues a cogerlo, esta vez no, es mi último año de vida.
-Así es como debe ser Analin, tómalo ¿quieres? -Helbert extendió sus brazos hacia Analin y ella, con manos temblorosas, cogió la caja de madera negra y dorada-. Ábrelo. Ahora, por favor -ordenó Helbert.
Las lágrimas se multiplicaron en los ojos de Analin, y cerrándolos, la anciana abrió la tapa de la caja. Como cada año, la enorme cantidad de tristeza que almacenaba la pequeña urna rectangular se desbordó por toda la habitación, y una vez más Analin se sorprendió al ver la infinita masa de tristeza que podía llegar a contener el pequeño recipiente. El sol pareció apagarse, al igual que la luz interior de la mujer, y la tristeza volvió, como cada año, a llenar cada rincón de Analin y de su habitación.
-Feliz cumpleaños, querida mía. Feliz cumpleaños -susurró Helbert y desapareció por la puerta, dejando a Analin sumida en el llanto.